¿Escribir ellas y ellos? ¿Usar la e, una x o una @? Últimamente,
interrogantes como estas suelen acaparar verdaderos enfrentamientos en
torno a la comunicación inclusiva o el lenguaje no sexista. Eso, cuando
el tema no se convierte en objeto de meras burlas o burda caricatura. El
asunto es peliagudo. Sin dudas. En una sociedad con siglos de cultura
patriarcal a sus espaldas estos aprendizajes llevan tiempo… y
paciencia.
Pero más allá de las pugnas entre lingüistas, feministas, periodistas
o académicos; más allá de adónde se inclina la balanza de unos y de
otras, el meollo de la cuestión podría estar en averiguar si nos estamos
haciendo las preguntas correctas. ¿Se trata de decidir simplemente si
usamos un símbolo u otro, o de indagar por qué de pronto las palabras se
convierten en campo de batalla del patriarcado?
Los lenguajes son definidos por especialistas como sistemas de
comunicación compuestos por códigos, símbolos y signos, los cuales
cobran significado en el contexto de las comunidades que los utilizan. A
través de la palabra, oral o escrita, las sociedades transmiten ideas,
sentimientos, modos de pensar y esquemas de percepción y valoración.
Conforman opiniones, naturalizan conductas.
Sostiene la española Teresa Maena Suárez que “cuando transformamos el
lenguaje, transformamos la realidad”. Así, gracias a él se crea, recrea
y modela un entorno concreto. Y, además, no se trata de un ente
estático. Por el contrario, el lenguaje se encuentra en constante
evolución histórica, social, política y cultural.
¿Era necesario decir o escribir ministra en el año 1900, cuando la
mujer no tenía siquiera derecho al voto? En cambio, ¿a quién se le
ocurre ahora negar la necesidad de hablar de presidentas? ¿Acaso no fue
incómodo escuchar en televisión la noticia reciente de la elección del
“Gobernador” de Camagüey -y de otras provincias cubanas- cuando lo que
seguía a continuación era un nombre de mujer?
En ese camino, el lenguaje también se erige como forma de expresión
de la cultura y la cosmovisión de una sociedad determinadas y, por
tanto, expresa sus diferencias, exclusiones, temores y
estratificaciones. Y lo que es peor, puede portar la representación
verbal de discriminaciones que luego persisten durante siglos y cuesta
mucho modificar.
En la Edad Media, por ejemplo, las personas zurdas eran consideradas
endemoniadas. ¿Cómo se les llama aún, varios siglos después? Siniestras.
¿Cómo llamamos a las personas que utilizan preferentemente la mano
derecha? Diestras. Y la palabra siniestro sigue portando una carga
anclada en lo peligroso, en algo que produce temor, miedo.
Isabel Moya insistía, una y otra vez, en que el asunto rebasaba la
discusión banal de si ponemos una A, una O, o una E. En su artículo De
Gutenberg al micro chip, rompiendo silencios, explicó muy bien que el
sexismo lingüístico es el reflejo de un pensamiento conformado a lo
largo de siglos de cultura patriarcal, que ha ignorado lo femenino y
considerado lo masculino “como la medida de todas las cosas”.
Y es que el idioma español, rico en sinónimos y expresiones, ha sido
históricamente sexista: ha ocultado a las mujeres, las ha ofendido y
escondido tras falsos genéricos. Cada vez que no las nombramos o las
ignoramos, estamos violando sus derechos; negando la representación de
su existencia en el lenguaje; promoviendo y manteniendo los estereotipos
de género y, de este modo, legitimando no pocas desigualdades.
Y para ello, la Real Academia de la Lengua (RAE) ha sido,
históricamente, una aliada. Y no solo porque sus integrantes sean, en
abrumadora mayoría, hombres. Que lo son. Se trata de que ha sido
veleidosa en unos asuntos y conservadora hasta la saciedad en otros.
¿Por qué no se levantan olas de protestas cuando entran al uso común
términos como ciberespacio, click o infovía? Nada de eso. De hecho, la
Academia los legitima. Pero, ¿cómo explica la autoridad lingüística los
significados diferentes, profundamente discriminatorios, que su
diccionario sigue asignando a palabras iguales, sean en masculino o
femenino? ¿Por qué hombre público, es aquel “que tiene presencia e
influjo en la vida social”, mientras mujer pública es “prostituta”? ¿Por
qué hombre de gobierno es aquel que “ostenta cargos públicos” y mujer
de gobierno “criada que tiene a su cargo el gobierno económico de la
casa”? Esas acepciones ya no son de uso común. Pero la RAE las
mantiene. La esencia está en que, como dice Lewis Carrol, el asunto no
es solo de palabras, es de poder.
Y que conste, no es el lenguaje lo único urgido de cambios: ¿qué
puede aportar decir señoras y señores, si las señoras se siguen
representando en los medios como las reinas del hogar y los señores como
los naturalmente dotados para dirigir, para detentar el poder? ¿Qué
hacer cuando un reciente trabajo periodístico, de cuyo medio prefiero no
acordarme, habla de la participación masiva de padres en una reunión
escolar y la foto que acompaña al texto muestra solo a madres sentadas
en el aula de marras? ¿Se suscriben o no los estereotipos? ¿Se
invisibiliza o no una realidad?
Este debate, aseveraba Moya, trasciende el estilo y las normas de
redacción; se inserta en la trasgresión epistemológica que las teorías
de género proponen al postular el surgimiento de un nuevo tipo de sujeto
social entrevisto desde que el feminismo subvirtiera el machismo con
aquello de que “lo personal es político”.
Los múltiples recursos de que dispone nuestro idioma permiten
elaborar discursos variados, no repetitivos, precisos y no sesgados, sin
que por ello tengamos que renunciar a la estética y a la economía del
lenguaje. Podemos hablar de personas, en lugar de repetir el
androcéntrico “hombres”; decir “quienes llegaron”, en lugar de “los que
llegaron”. Es cuestión de pensar en la inclusión. Y de creatividad.
Sobre todo, necesitamos “los lentes de género”. Para evitar
nombrarlas a ellas como “la mujer de”; para romper estereotipos: no es
"el martillo de papá y la escoba de mamá”. También para que las mujeres
dejen ser solo “dulces” y “sensibles”, mientras los hombres son apenas
“duros” y “valientes”. Y para que la debilidad no se identifique con ser
“mujercita” o “señorita”.
En este tema vale más cruzar fuentes, contrastar, hurgar en los
argumentos de quienes lo estudian. Falta análisis y comprensión de las
teorías de género y de los mecanismos de poder que ramifican en el
origen del lenguaje sexista. Si partimos, otra vez, del supuesto de que
el lenguaje es algo vivo y cambia para adaptarse a la sociedad, entonces
también debiera servir para expresar la igualdad.
Tomado de Cubadebate
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